Ante la iglesia de Topas, en un atardecer
de verano.
Es
la hora del crepúsculo.
En la onírica torre de la iglesia
refleja
el sol sus rayos mortecinos
encendiendo
la noche de las grietas.
Atraviesan
el cielo los vencejos
veloces,
como negras transparencias,
chillando
sus mensajes inconclusos
al
verdinegro de la rancia piedra.
En
brusquedad de cambio inapreciable
tiembla
la luz en la campana vieja.
Hay
reflejos de bronce en su tersura;
hay
reflejos de noche en su tristeza.
Mueve
el viento, que anuncia tempestades,
un
anaquel de hojas amarillentas
que,
intentando elevarse al infinito,
acaban
desangrándose en la tierra.
Sobre
el toque del Ángelus, se apagan
los
últimos sonidos en la aldea.
Se
encienden, sobre el fondo de la noche,
temblando
del relente, las estrellas.
Mi alma es crepuscular, como la
tarde,
y
el mortecino sol que la calienta
descubre
entre las grietas del espíritu
musgo
verdoso sobre rancia piedra.
Entre
la vieja duda que la embarga
ensayan
los vencejos volteretas,
-
negras ideas en naciente noche -,
hojas
caídas que el recuerdo aventa.
Y
en brusquedad de cambio inapreciable
una
imagen antigua se refleja:
claridad
de caudal inescrutable
entre
la negra noche de mis penas.
Sobre
los frios vientos del recuerdo
una
lágrima tiembla;
en
el fondo azulado de un ocaso
se
oculta, sollozando, la tristeza.
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